Pelo y otras cuestiones / Alejo Boquet

Milonga del pelo largo de Alfredo Zitarrosa

Milonga de pelo largo, de ojos oscuros,
como la noche, como la noche;
historia de penas grandes, de gente joven,
de penas viejas, de veinte años.

Consuelo de los que viven siempre arrastrados
por la rutina, qué cosa seria.
Recuerdo de los que huyen de nuestra tierra,
de la violencia, de la miseria.

Te ofrezco mis margaritas que están vacías,
que están marchitas, que ya están secas.
Te doy todas las renuncias de cosas simples
que llevo hechas, que llevo hechas.

Milonga, mi compañera que me comprende,
que me protege, que me abriga.
Frazada del pobre hombre que siente frío
y no se queja, ya no se queja.



Pérdida y recuperación del pelo

“Historias de cronopios y de famas” de Julio Cortazar

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rocleados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión tormentosa de los detritos en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.




Uccello el Pelo

“El Arte y la Muerte”, Antonin Artaud

Uccello, mi amigo, mi quimera, has vivido con ese mito de pelos. La sombra de esa gran mano lunar donde imprimes las quimeras de tu cerebro jamás llegará hasta la vegetación de tu oreja, que gira y hormiguea a la izquierda con todos los vientos de tu corazón. A la izquierda los pelos, Uccello, a la izquierda los sueños, a la izquierda las uñas, a la izquierda el corazón. Todas las sombras se abren a la izquierda, naves, como orificios humanos. La cabeza recostada sobre esa mesa donde toda la humanidad se tambalea, qué otra cosa ves que la sombra inmensa de un pelo. De un pelo como dos bosques, como tres uñas, como un pastizal de pestañas, como un rastrillo en las hierbas del cielo. Estrangulado el mundo, y suspendido, y eternamente vacilante sobre las llanuras de esta mesa plana donde tú inclinas tu cabeza pesada. Y a tu lado cuando interrogas los rostros, qué ves sino una circulación de ramificaciones, un emparrado de venas, la huella minúscula de una arruga, el ramaje de un mar de cabellos. Todo es giratorio, todo vibrátil, y qué vale el ojo desprovisto de sus pestañas. Lava, lava las pestañas, Uccello, lava las líneas, lava la huella temblorosa de los pelos y las arrugas sobre esos rostros colgados de muertos que te miran como huevos, y en tu palma monstruosa y llena de luna como de un alumbrado de hiel, aquí tenemos todavía la huella augusta de tus pelos que emergen con sus líneas finas como los sueños en tu cerebro de ahogado. De un pelo a otro pelo, cuántos secretos y cuántas superficies. Pero dos pelos uno al lado del otro, Uccello. La línea ideal de los pelos intraduciblemente fina y repetida dos veces. Hay arrugas que dan vuelta a las caras y se prolongan hasta el cuello, pero bajo el cabello también hay arrugas, Uccello. Por eso puedes dar toda la vuelta a ese huevo que cuelga entre las piedras y los astros, y es el único que posee la animación doble de los ojos. Cuando pintabas a tus dos amigos y a ti mismo en una tela bien tendida, sobre la tela dejaste como la sombra de un extraño algodón, en lo cual discierno tus pesares y tu pena, Paolo Uccello, mal iluminado. Las arrugas, Paolo Uccello, son cordones, pero los cabellos son lenguas. En uno de tus cuadros, Paolo Uccello, yo he visto la luz de una lengua en la sombra fosforosa de los dientes. Precisamente con la lengua llegas a la expresión viva en las telas inanimadas. Y precisamente de ese modo es como yo, Uccello todo envuelto en tu barba, vi que me habías comprendido y definido de antemano. Bienaventurado seas, tú que has tenido la preocupación rocosa y terrateniente de la profundidad. Tú viviste en esta idea como en medio de una ponzoña animada. Y en los círculos de esta idea giras eternamente, y yo te persigo a tientas con la luz de esta lengua como hilo, que me llama desde el fondo de una boca milagrosamente curada. La preocupación terrateniente y rocosa de la profundidad, yo que carezco de tierra en todos los grados. ¿Realmente presumiste mi descenso a este mundo infame con la boca abierta y el espíritu perpetuamente asombrado? ¿Presumiste esos gritos en todos los sentidos del mundo y de la lengua, como un hilo extraviadamente devanado? La larga paciencia de las arrugas es lo que te salvó de una muerte prematura. Porque, yo lo sé, tú habías nacido con el espíritu tan hueco como yo mismo, pero pudiste fijar ese espíritu sobre algo menos todavía que la huella y el nacimiento de una pestaña. Con la distancia de un pelo, te balanceas sobre un abismo temible y del que sin embargo estás para siempre separado. Pero también bendigo, Uccello, muchachito, pajarito, lucecita desgarrada, bendigo tu silencio tan bien plantado. Fuera de esas líneas que avanzas con la cabeza como una fronda de mensajes, de ti no queda más que el silencio y el secreto de tu bata cerrada. Dos o tres signos en el aire; cuál es el hombre que pretende vivir más que esos tres signos, y a quien, a lo largo de las horas que lo cubren, pensaría uno en preguntarle más que el silencio que los precede o los sigue. Siento que todas las piedras del mundo y el fósforo de la extensión que acarrea mi paso se abren camino a través de mí. Forman las palabras de una sílaba negra en los pasturajes de mi cerebro. Tú, Uccello, enseñas a no ser más que una línea y la capa elevada de un secreto.


A propósito del estudio sobre el mitograma de la serpiente de dos cabezas.

Esa especie de doble espiral es un dibujo del movimiento en dos tiempos. La primera etapa es recibir y la segunda es entregar.
Cuando un impulso llega, cuando una imagen llega, se contrae, se reduce y se aprieta en un eje, y eso es lo mismo que la reducción del movimiento o una energía en un punto. Ahí, en ese punto, se pueden contemplar dos posibilidades: la inmovilidad (la detención, la parálisis) o la réplica, una contestación al movimiento inicial: una respuesta (que en el símbolo de la doble espiral se dibuja como retornando en el mismo sentido de entrada de ese flujo por efecto de la síntesis de ese símbolo) pero que puede ser una reacción en otro sentido, o dirección, o en otra dimensión. Tal como trabajan nuestros sentidos, que al percibir se movilizan pero no hacia el estímulo, no hacia donde se origina el estímulo, sino generando triangulaciones y complejos diagramas entre los otros sentidos y además suman, llaman e incorpoan a nuevas partes de nuestra estructura del entender la existencia, como los recuerdos, como las emociones, como la imaginación, la percepción del espacio y la dimensión temporal.

Así se producen las fluctuaciones de la doble espiral a la que arribamos desentrañando más significados o aplicaciones al mitograma de la serpiente de dos cabezas.

De todo esto podemos desprender un principio simple: no puede salir o entregarse lo que antes no ha entrado, lo que antes no ha impresionado, lo que no ha sido visto, como ocurre con el funcionamiento del hilo plateado que nos sostiene en vida, el aire vital y limpio como una cinta fría que entra en nosotros y luego, tibio y carbónico, sale de nuestros pulmones, rítmicamente, una y otra vez cada pocos segundos.

Un modelo, una modelo en movimiento es una energía fluctuante, acuática, elongada como impulso de llegada, que pregna sonoro, cuando la fuerza de la mirada analítica (del observador) decae, cuando la voluntad deja paso al abandono y al dejarse ganar por la emoción del impacto. Cuando la alteración es más fuerte que la voluntad y la razón, cuando las puertas ceden a una verdad y se abran hacia el interior, el nuestro, nuestro interior, ganando un espacio, generando un punto que emite movimientos en la mano del grafito que marca el papel, con la fuerza de una risa o de un llanto incontrolable.

Silvia Creo (referido al estudio de ampatu)

EL SUEÑO DEL SAPO

Versión libre, inspirada en La noche boca arriba de Julio Cortázar

Había llegado casi hasta el final del pasillo cuando se percató que no llevaba el reloj que su madre, la reina, le regalara por su cumpleaños. Decidió volver sobre sus pasos y llegar tarde a la cita con su prometida. Una princesa, bella, como si no fuera de este mundo. Tal vez este involuntario retraso era parte de sus intentos inexplicables de huir de semejante compromiso.

Volvió a salir, recorrió todo el pasillo, llegó impuntual, desganado, disculpándose por todo y halagando la hermosura de ambas mujeres que lo esperaban. Bebió mucho para ayudar a tragar la incomodidad. El sirviente le dijo en un momento que ya era suficiente. “Claro” murmuró él “Porque el que se tiene que casar con esta bruja soy yo”. Ambos sonrieron y el sirviente llenó nuevamente la copa y le deseó buena suerte. Ahora era ella la que le reclamaba atención porque en toda la velada poco lo que la había atendido. Entonces la náusea le vino del fondo del estómago. Apenas llegó a tiempo para vomitar en el baño de su habitación. Luego cayó en su cama en un sopor húmedo, acompañado de ese olor ácido, se durmió.

Como sueño era extraño, porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, luego en cambio vino una fragancia compuesta y oscura, como la noche en que se movía, huyendo de los AMARU. Escondiéndose en lo más denso de la tierra, que sólo ellos los AMPATU, conocían. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un lagarto que escapaba como él. Se enderezó, llamó a los otros pero ninguno contestó. Volvió a intentarlo ubicándose sobre una piedra. Nada, sólo ese olor penetrante y que en cada bocanada parecía que lo desmayaba. Ah si lloviera!! Pensó. Entonces sintió otra bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama- dijo el sirviente, no brinque tanto, señor. Abrió los ojos y era de noche. Mientras trataba de sonreir, se despegó caso físicamente de la última visión de la pesadilla. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto. Pero la fiebre lo iba arrastrando blandamente. Vino su bella prometida vestida de blanco, le acercó a los labios un algodón embebido en agua para calmar su sed, lo tomó por los pies y luego los brazos. No le dolía nada. No quería entregarse a esas dulces y a la vez repugnantes caricias pero en su estado no pudo más que suspirar y abandonarse.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba huyendo en plena oscuridad. Tal vez no sean los Amaru, podrían ser los LAYCAS que me persiguen, pensó. En todo caso debo huir. Y mis hermanos que no responden!. Volvió a gritar, más fuerte ahora, con todo el aire que podía. Si llegaran las lluvias, pensó, podría esconderme en el barro, en la misma PACHAMAMA. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la tierra, quizá no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos de sus hermanos que ya habrían hecho prisioneros. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los perseguidores. Oyó ruidos cercanos, se asomó por entre unas ramas, el olor volvió a hacerse insoportable y entonces una especie de malla metálica le cayó encima.

-Es la fiebre- dijo el sirviente. Tome agua y va a ver que duerme bien. Algo que comió ha de haberle caído mal. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la habitación le pareció deliciosa. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin…pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Se puso a mirar la habitación detenidamente y halló un mobiliario extraño. Debía tener más fiebre, sentía la cara caliente. Se vio otra vez recorriendo los pasillos y jardines del palacio, el rostro de su prometida mezclado con el de aquella nodriza que tuviera de pequeño. Recordó de pronto la noche en que ella lo maldijo a voz en cuello por haber resultado despedida. Le preguntaría alguna vez a su madre que fue de ella. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas.

Como descansaba de espaldas, lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse pero en cambio el olor horrible le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones, lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las extremidades estaqueadas sobre una piedra helada y húmeda. Estaba perdido, ningún grito podía salvarlo del final. Pensó en sus ancestros. Lo que decían era “está prohibido matarnos” ya que somos portadores de buenos anuncios, abundante sustento y lluvias benéficas. Pero todos sus recuerdos se desvanecían ante la evidencia. Oyó gritar, un grito ronco, un llanto que acababa en quejido. Era él que gritaba en la oscuridad, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, su panza se hinchaba como un globo, su espalda traspiraba copiosamente. Un chirrido lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de lo que se le hundía en la carne de sus extremidades. No podía. Escuchó unas voces, y el olor horrible le llegó antes que la luz que colgaron sobre su cabeza. Siempre panza arriba lo acomodaron para que la luz cayera sobre todo su cuerpo. Se asomaron dos enormes cabezas desconocidas, impresionantes, que le cubrían la luz parcialmente. Tenían en sus extremidades unas espumas blancas que le acercaban cada vez más el olor que lo descomponía. Cuando en vez de la luz viniera a su boca esa espuma blanca, sería el fin. Pero todo demoraba, oía ruidos y lo arrastraban con piedra y todo a otro sitio, llevándolo sin fin en la penumbra hacia otras luces.

Salió de un brinco a la noche de su habitación, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero nadie acudió. Jadeó, buscando el alivio de sus pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía. Le costaba mantenerse despierto, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, intentó llamar a su sirviente pero su boca se cerró en un vacío otra vez negro y la penumbra seguía interminable y él panza arriba gimió apagadamente y de la altura una luz le cayó en la cabeza donde sus enormes ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de su habitación y cada vez que se abrían estaba la misma luz sobre su cabeza. En un último esfuerzo con una última esperanza apretó los párpados gimiendo por despertar. Pero olía a muerte, y cuando abrió los ojos vio una figura brillante que se le acercaba con esa espuma blanca en un extremo. Alcanzó a cerrar otra vez los ojos, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños, un sueño en el que había caminado en dos de sus patas, erguido, su cuerpo lucía sin manchas, bebía líquidos de colores que lo embriagaban. En la mentira infinita de ese sueño también lo atendía una figura hermosa que se le acercaba con una espuma blanca para mojarle los labios, a él tendido panza arriba con los ojos cerrados en el frío mármol de la mesada.

(texto central)